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Qué pasa por la cabeza de una madre o un padre para subir a su hijo de siete años en una yola rumbo a Puerto Rico?



Es un viaje clandestino, en plena madrugada, en una embarcación de fabricación artesanal, sin chalecos salvavidas, sin garantías de llegar a destino o de regresar a salvo.


Una yola llena de hombres y mujeres. Alguno, tal vez, perseguido por la justicia dominicana, armado y con drogas.

La yola no llegó lejos. Naufragó frente a Playa Juanillo. Ocho muertos y contando. Supuestamente más de 40 personas abordaron la lancha; entre ellos, el niño. Si las cifras son ciertas, mientras se escriben estas líneas hay decenas de cuerpos boyando cerca de las costas dominicanas que no serán despedidos dignamente por sus familiares.


Lo último que supieron los sobrevivientes fue que el pequeño viajaba con familiares y que, cuando todo se hundió, lo perdieron de vista.

¿Qué desesperación empuja a una familia a tomar esa decisión? ¿Qué tragedia personal lleva a poner en riesgo la vida de un niño de esa manera? Hambre, desempleo, una deuda impagable, un familiar perseguido, el miedo de seguir viviendo aquí o una enfermedad mental.

Puerto Rico, además, no es precisamente un refugio amigable. El presidente de Estados Unidos ordenó endurecer la política contra los inmigrantes pobres e ilegales. Aun así, la familia de este niño prefirió intentarlo. Salir de la miseria de su país, para vivir huyendo en otro.

Sabemos poco de los detalles íntimos de esta familia. No sabemos su nombre ni conocemos su historia completa.

A pesar de ello, hay un fallo social. Porque en algún punto, entre el dolor y la desesperación, alguien pensó que subirse a una lancha precaria, con altas probabilidades de morir, era mejor opción que vivir en República Dominicana y echar el pleito.

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